lunes, 25 de octubre de 2010

Arte en el Antiguo Egipto - Primera parte


Toda manifestación artística en el Antiguo Egipto siempre tuvo connotaciones sagradas. Ellos pensaban que cualquier componente manifestado del mundo visible había sido concebido en la mente del Creador (Atum-Ra según la teología heliopolitana) y por ello el universo constituía un todo orgánico donde cualquier elemento natural estaba penetrado por la esencia divina. Fue de esta forma como tomaron de la naturaleza los modelos simbólicos que impregnan todo su pensamiento y consecuentemente también todo su arte. La escritura, la pintura, la escultura o la arquitectura reflejan ese anhelo de recrear las obras divinas, reflejan ese intento de imitar la perfección de la naturaleza. En las representaciones artísticas que representan dioses del panteón egipcio, por ejemplo, la imagen bajo la que aparecen los dioses puede distanciarse en poco o completamente de las formas humanas y adoptar apariencias copiadas de la fauna y de la flora o también estar representada como atributos o símbolos. Dicho de otra forma, las deidades constituían la encarnación viva de las fuerzas de la naturaleza y el cosmos que observaban a su alrededor, asociando la representación aspectiva* concreta de una deidad con las características formales de un elemento natural. Como ejemplo podemos citar el caso de la diosa egipcia Hathor, diosa asociada con la fertilidad y el amor que simboliza la “Gran Madre Cósmica”, representada en ocasiones con la forma de una vaca por las propias connotaciones simbólicas que este animal mantiene con la idea de fertilidad.

En el caso concreto de su arquitectura, ese anhelo de reflejar la perfección de la naturaleza se tradujo en un estudio de las proporciones que luego aplicaron a sus construcciones. Sus templos debían reflejar el orden universal cumpliendo las leyes de la armonía, el equilibrio y la proporción. Todo elemento del templo constituía un elemento simbólico que se mantuvo casi invariable a lo largo de toda la historia de esta milenaria civilización, por esa misma mentalidad sacralizada donde todo constituía un cosmos ordenado. Esa concepción hizo que el material de construcción de los templos, destinados a perdurar, fuera la piedra, material de eternidad por excelencia. También se construyeron siempre siguiendo una orientación en función de los cuatro ejes cardinales que ellos identificaban fácilmente gracias al curso del Nilo, de Sur a Norte, por un lado, y a la salida y puesta del Sol, por el otro. A estos se añade un tercer eje comentado en posts anteriores (axis mundi), aquél que comunica el mundo celeste con la tierra y el inframundo y simbolizado en su arquitectura por las monumentales columnas. Para aumentar el misterio que implica la penetración al interior del templo, lugar de contacto con lo divino, a medida que se avanza hacia su corazón la iluminación disminuye mientras que los techos son cada vez más bajos y los suelos cada vez más altos.
Continuará...

* Los egipcios no representaban las partes del cuerpo humano según su ubicación real (perspectiva) sino teniendo en cuenta la posición desde la que mejor se observara cada una de las partes: la nariz y el tocado de perfil, que es como más resaltan; y ojos, brazos y tronco, de frente.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos. Segunda parte

Esta semana os presento la segunda parte de la Carta del Jefe Seattle, maravilloso documento que seguro nos hará cuestionarnos algunas cosas. ¿Realmente eran los hombres y mujeres de las culturas tradicionales unos “primitivos”, unos “salvajes”? Y a nosotros, ¿Realmente se nos puede llamar “civilizados”?

Que cada cual extraiga sus propias conclusiones…

La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un desierto.

Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal vez sea porque soy un salvaje y no comprendo.

No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Mas tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los oídos.

¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago?. Yo soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento, limpio por una lluvia diurna o perfumado por los pinos.

El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues todas las cosas comparten el mismo aire -el animal, el árbol, el hombre- todos comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos nuestra tierra al hombre blanco, él debe recordar que el aire es valioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el viento azucarado por las flores de los prados.

Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir.

¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo.

Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos.

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.

Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.

Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios.

Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca.

La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos.

Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja.

Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar.

lunes, 4 de octubre de 2010

Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos. Primera parte

Esta semana os presento un maravilloso documento que muestra la integración con la naturaleza, aquella perdida visión de comprender la naturaleza y el cosmos como si de un ser vivo, como si de nuestra propia madre se tratara, mostrando además el respeto que se merece, que poseían la mayoría de culturas tradicionales que en el mundo han existido.

En 1854, el presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce envió una oferta de compra a Seattle, jefe de la tribu india de los Suwamish, para adquirir los territorios que hoy en día comprenden el estado de Washington. A cambio, se comprometía a crear una reserva donde los indios podrían vivir sin ser molestados. En 1855 el Jefe Seattle respondía de la siguiente manera:


El Gran Jefe Blanco de Wáshington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las estrellas inmutables son mis palabras.


¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados.

Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa.

Continuará...