domingo, 27 de febrero de 2011

Puivert, castillo de trovadores. Segunda parte


El trovador Guillaume de Poitiers lo expresó de esta manera:

“Yo quiero retener mi Señora
en orden para refrescar mi corazón y para no envejecer.
Vivirá cien años quien exitosamente posea la alegría de su amor.”

Desafortunadamente, aquella “edad del amor” no perduró, y ambos movimientos fueron prácticamente erradicados durante la primera cruzada que se realizó en tierras cristianas. En Noviembre de 1210, aunque los defensores fueron ayudados por soldados aragoneses, Puivert fue sometido después de tres días de asedio por las tropas de Simón de Montfort, comandante del ejército cruzado, decepcionado cuando se percató que la mayor parte del castillo se encontraba vacía, ya que la mayoría de cortesanos lograron burlar el cerco y escapar por un túnel, ocultándose en los bosques cercanos y refugiándose algunos en el cercano castillo de Montségur.

Pero un espíritu tan sublime como el que se desarrolló durante este período trovadoresco no quedó totalmente destruido, puesto que el movimiento ya se había extendido hacia Cataluña e Italia, sobreviviendo hasta Ausiàs March, (primera mitad del siglo XV), considerado por algunos como el último trovador.

Incluso en Puivert se desarrolló posteriormente al asedio una leyenda en la cual una mujer volvió a ser la protagonista, pues allí residió una princesa aragonesa apodada la “Dama Blanca”, ilustre huésped que decidió morar allí hasta el final de sus días, cautivada por la majestad de las crestas de los montes colindantes y por la imponente belleza del lago. Allí, junto a la orilla, una roca moldeada por la erosión del viento y del agua se alzaba semejante a un trono desde el que la Dama Blanca gustaba de contemplar las puestas de sol en las tardes de verano, admirando los destellos provocados por los oblicuos rayos del sol poniente. Pero, en ocasiones, el agua y el viento hinchaban las aguas, estrellándose las olas sobre el trono de la princesa, que disgustada por las salpicaduras que le turbaban su melancólico ensueño, solicitó a Jean de Bruyères, señor del castillo, que emprendiera trabajos para bajar el nivel del lago. Pero, desafortunadamente, estas labores fueron llevadas a cabo de una forma muy imprudente, ya que los peñascos, minados por la erosión, se hundieron, provocando un oleaje que volcó el trono y engulló piedra, tierra, trabajadores y princesa.

Actualmente, la estructura que se conserva en Puivert corresponde a una reconstrucción del siglo XIV. El Castillo de las Cortes de Amor, tal y como lo conocieron los trovadores, fue destruido por Simón de Montfort durante la cruzada. Aun así, en una sala situada en la parte superior de la torre del homenaje se pueden observar 8 esculturas pinjantes (salientes de piedra que soportan la caída de un arco), que representan unos músicos y sus instrumentos, auténticos portadores del espíritu del amor cortés y encargados de transmitirlo hasta nosotros.

Artículo publicado originalmente en la revista "El Mundo de Sophia", nº 31

lunes, 14 de febrero de 2011

Puivert, castillo de trovadores


En la pequeña comarca de Quercorb, en la región francesa del Languedoc, se hallan los restos del antiguo castillo cátaro de Puivert, también conocido como «Castillo de las Cortes de Amor». Probablemente construído a mediados del siglo XII, el origen de este sobrenombre resulta de que este lugar fue el escenario de un famoso certamen o encuentro de trovadores en el año 1170. Durante las asambleas que se llevaban a cabo, los asistentes se intercambiaban noticias y recitaban trovas en un festivo ambiente bajo la luz de las antorchas. Como muestra de este encuentro ha llegado hasta nosotros un fragmento de una obra creada por el trovador Peire d'Auvergne, una pieza satírica de doce coplas compuesta bajo el sonido de las gaitas, los cantos y las risas de los asistentes.

A esta magnífica fiesta no sólo acudieron trovadores, sino que a ellos se unieron también comitivas de altos dignatarios llegados de todos los rincones de Occitania, del reino de Aragón e incluso de Castilla, de donde acudió el joven rey Alfonso VIII, haciendo un alto en su camino, puesto que se dirigía a Burdeos al encuentro de su prometida Aliéner, hija de Enrique Plantagenet, duque de Aquitania y rey de Inglaterra.

Para comprender adecuadamente el extraordinario éxito del certamen de Puivert y de todo el movimiento trovadoresco en general, en una época en que la mayoría del continente europeo se encontraba sumido en la ignorancia, la barbarie y el dogmatismo, es preciso relacionar este fenómeno con los dos movimientos culturales surgidos en esta época en el sur de Francia: la «herejía» albigense o cátara y el trovadoresco concepto del «amor cortés».

La religión cátara, de un carácter marcadamente gnóstico, promovía como fin último la perfección espiritual a través de una vía de ascetismo y pureza que permitiera al alma liberarse de su prisión de materia. Por su parte, el amor cortés generalmente se ha querido mostrar como un amor exaltado y adúltero donde una dama perteneciente a la nobleza, casada e inalcanzable, se convierte en el blanco de los amoríos del poeta, que usualmente usa un pseudónimo en sus composiciones para no despertar las iras de su consorte. Nada más lejos de la realidad, puesto que los trovadores a quien realmente adoraban era al ideal de mujer, al concepto femenino puro, simbolizado en la iconografía cristiana por María -tanto la madre de Jesús como Magdalena-, ampliando luego su fervor e incluyendo al conjunto de las mujeres, sabiendo encontrar ese alto ideal en todas ellas. Por tanto, el amor divino se sobreponía al amor sensual y lo que los trovadores intentaban celebrar en su poesía era el anhelo de una dama que se correspondía con la reminiscencia bella e iluminada de una diosa. 

De esta manera redescubrieron los trovadores el «eterno femenino», tan degradado en aquella época, y mediante la exaltación del espíritu que provoca este Amor con mayúsculas lograron aproximarse a aquella diosa ancestral llamada Sophia, representación de la Sabiduría Divina, la inteligencia iluminada que descubre la verdadera constitución de la naturaleza y el sentido último de la existencia. 

Continuará...

Artículo publicado originalmente en la revista "El Mundo de Sophia", nº 31